Cuentos
Hermano

Hermano

Hermano obtuvo el Tercer Lugar en la categoría Cuento en el Premio UNNE para las Letras 2021 organizado por la Universidad Nacional del Nordeste.

Respecto del cuento, el jurado declaró lo siguiente:

«Como en las series nuevas de Netflix, en Hermano, ya desde el primer párrafo, pasa de todo. Hay un accidente, un quiebre, un pacto fraterno y una metamorfosis entre tierna y espeluznante. La atmósfera, a pesar de su brevedad, es tirante, nocturna y está lograda con talento profesional. Si Horacio Quiroga viviera, seguramente lo recomendaría. Sentiría a su autor parte de su misma y tenebrosa familia. Es muy interesante la atmósfera y el clima que el autor construye para narrar.»

HERMANO

Su hermano había cambiado mucho después del accidente. Había pasado casi dos años internado en el hospital. Perdió la cuenta de cuántas veces había entrado de urgencia a sala de cirugías, cuántas veces los doctores lo habían rescatado de un paro cardíaco, cuántas veces sus padres (e incluso él mismo) se habían levantado de la cama con la esperanza de encontrarlo por fin desconectado del respirador artificial. Sin embargo, se habían terminado todos aquellos días vividos como cruzando una cuerda infinita por en medio de un abismo: su hermano había regresado a la casa. Y a él, a pesar de todo, le costaba acostumbrarse a esa idea.

Era raro verlo tumbado el día entero en la cama mirando documentales sobre la vida salvaje en la televisión. Su cabeza parecía una bola de carne hervida que flotaba sobre el almohadón decorado con dibujos de crisantemos. Una sonda bajaba de una bolsa de suero y se introducía como un ciempiés bajo la manga del pijama a rayas. Sus manos, quietas sobre las sábanas blancas, le recordaban los pulpos exhibidos en una pescadería. Pero sobre todo ese aroma en el aire cerrado, ese perfume constante, indeleble, abstracto que se infiltraba en su dormitorio por las noches y le quitaba el deseo de dormir: el olor a desinfectante. Todo era distinto, como si todo en realidad se tratara de un sueño en el que el que regresaba a la casa era otro, no su hermano.

Sus padres no estaban casi nunca. Pasaban todo el día afuera y regresaban muy tarde, cuando la madrugada comenzaba. Entonces él oía el motor del auto que se ahogaba en la cochera. Luego, el ruido de las llaves abriendo la puerta, los pasos cuidadosos en los escalones, la bisagra de la puerta de la habitación de su hermano que se quejaba como un perro pisado por descuido. Pocos segundos más tarde, oía la traba en el dormitorio de sus padres, y lo que venía después era el sonido del televisor en la habitación de su hermano: un machacar sordo e insistente que parecía empeñado en mantenerlo a él (no a su hermano, que descansaba como un ángel) en una vigilia perpetua. Él aprovechaba el insomnio para estudiar. Sin embargo, le sucedía que su concentración se diluía demasiado rápido. Poco a poco, sus lecturas sobre ecuaciones de equilibrio de la resistencia de materiales se iban enturbiando y acababan convertidas en una suerte de discurso sobre el comportamiento de los depredadores en su hábitat natural.

Harto de esa situación, una noche se levantó del escritorio y se introdujo en la pieza de su hermano. Todo permanecía en penumbras. En un rincón palpitaba la lamparita roja de una máquina con cables conectados al cuerpo de su hermano. A un volumen exagerado, el televisor describía la paciencia con la que un cocodrilo se aproximaba a un antílope que se había inclinado a la orilla de un pantano para saciar su sed.

Escudriñó la habitación en busca del control remoto. A la luz intermitente de la pantalla, todos los objetos (una colección de soldaditos prusianos, las revistas de historietas sobre un anaquel, tres o cuatro portarretratos de los dos cuando eran chicos, los recuerdos de un viaje a Camboriú) se mostraban como en una exhibición de museo: prolijos, memoriosos, aunque recubiertos de una película delgada, casi invisible, de artificialidad.

Sobre la cama yacía su hermano. Vio cómo sus ojos asomaban sobre un velo de sombras que la claridad del televisor tallaba en su cara. No sabía si aquello era sueño o era vigilia. Por lo tanto, decidió acercarse en puntas de pie. Tendió el brazo para levantar el control remoto y, en ese preciso momento, sintió un roce helado y resbaladizo en el dorso de la mano. Recogió la mano como al contacto de un objeto que no parece de este mundo. Miró a su hermano: vio que tenía la cabeza inclinada sobre el control remoto como si lo olfateara.

––Qué… qué te pasa… ––le preguntó mientras el estremecimiento le sacudía aún la espina dorsal.

––Tengo hambre ––contestó su hermano.

Su hermano ahora lo miraba fijo, impávido, sin pestañear. Notó que el pelo le había crecido bastante, aunque de manera rala, irregular. Encima de la frente se notaba todavía la raya larga y arrugada de la cicatriz.

––Puedo traerte algo de la cocina ––le dijo––. Lo que vos quieras.

––No quiero nada de la cocina ––contestó su hermano.

––Tengo galletitas en la pieza ––le dijo––. De esas que vienen con mermelada de membrillo.

––No quiero galletitas ––contestó su hermano.

––¿Hambre de qué tenés entonces? ––le preguntó con cierto aire de fastidio exagerado: procuraba de ese modo disimular su aversión.

Su hermano lo miró con ojos fijos. Bajo la carne de su mejilla se le revolvía la lengua como un parásito que busca abrirse paso a través de la piel.

––Quiero comerte ––contestó su hermano.

La respuesta lo dejó paralizado. Su hermano aprovechó para incorporarse con un movimiento lento, acechante. Se inclinó sobre las manos y, poco a poco, se agazapó como un depredador que espera el instante perfecto para dar el salto.

––Esperá… ––balbució––. Esperá un poco… ¿No sabés quién soy?

––No me acuerdo de nada antes del accidente ––contestó su hermano.

––Soy tu hermano ––le dijo––. Tengo tu misma sangre.

Su hermano mantuvo su posición de ataque.

––No me acuerdo de nada antes del accidente ––contestó.

Su hermano no le quitaba los ojos de encima. Él no sabía si ahora vacilaba o si en verdad continuaba a la espera del instante perfecto. Mientras tanto, detrás de él, el televisor alababa la perseverancia del cocodrilo que quebraba las costillas del antílope a fuerza de mordiscones.

––Sabés que no podés cazar acá ––le dijo––. El refugio de un depredador es suelo sagrado.

––Tengo hambre ––contestó su hermano con tono de súplica.

Su hermano lo miró con intensidad durante un largo instante. Luego agachó la cabeza, se le acercó a la mano, le restregó la frente y la nariz con el esmero de un gato.

––Perdoname ––le dijo mientras le arremolinaba el pelo––. Sé que me estuve portando mal con vos. Pero las cosas van a ser distintas desde ahora.

A partir de esa madrugada, su hermano dejó de ser un extraño. Él permanecía en guardia hasta que sonaba la traba en la habitación de sus padres. Segundos después, se deslizaba a la habitación de su hermano y escapaban juntos por la ventana. Él dejaba que su hermano anduviera libre por el barrio todo el tiempo que quisiera. Cuando veía que se encendía la ventana de la casa de enfrente, poco antes del amanecer, él soltaba un silbido fuerte, una, dos veces. Su hermano se le aparecía siempre en silencio, sin que él lo notara. Sentía en el aire el aroma a desinfectante mezclado con otro mucho más natural, mucho más amargo, mucho más agresivo. Luego percibía en el dorso de la mano un roce helado, resbaladizo, como de un objeto que no parece de este mundo. Entonces se le llenaba el pecho de una alegría infantil, inocente, igual que esas que sentía cuando eran más chicos y se escapaban juntos, a escondidas de sus padres, para cometer alguna travesura.


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